
Cual espiga de trigo he de mecerme con el viento de la "actualidad", por lo que me veo impelido a cumplir con mi deber como español y dar mi asertiva y siempre bien ponderada opinión (tan sólo la modestia me separa de trascender como un ser perfecto) como si a alguien le interesara.
Rondaría yo los doce años cuando mi padre, al igual que mi abuelo hizo con él en su día, me llevó a conocer el esplendor de la fiesta taurina que ronda a San Isidro. Me gustaría alejarme de cualquier tópico pero, tal y como reza el dicho, es gracioso porque es cierto. Hombres de camisa abierta, pelo en pecho y cadena de oro, con ese ímpetu de "¡ole!" siempre con una mano en el bolsillo, y mujeronas cardadas con decoro a juego y gafas imposiblemente tintadas. Un innegable referente cultural en tan sólo la mera estampa de su presencia. Pasodoble, tabaco negro -cuando no directamente cigarros de dibujo animado-, sudor y perfumes empalagosos.
Reconozco que el animal impone. A lo largo de cientos de años cruzando especies, se han logrado bestias que quitan el hipo sólo con verlas mirar en tu dirección. Violentos, furiosos, rencorosos y estúpidos; animales que necesitan ser toreados, del mismo modo que un perro de presa necesita un ejercicio enérgico constante. Cualidades que hacen del toro de lidia un despropósito incapaz de sobrevivir por sí mismo, y sólo tener cualidades para soportar lo insoportable y embestir enérgicamente (con total ausencia de inteligencia o picardía) para mayor lucimiento del diestro: lo que algún iluminado tuvo la ideaza de definir como "bravura".
Pese al atuendo digno de una carroza en la marcha del orgullo gay, y esos ridículos sombreritos que parecen una suerte de orejas de ratón Mickey, existe una innegable belleza y adaptación al ver a los profesionales mover el capote. Eso no lo hace cualquiera. Basta con ver cómo el animal levanta la testa al pasar bajo la tela creyendo que va a encontrar a su víctima detrás, para que se te encojan los huevos con sólo imaginar lo apabullantemente espantoso que debe ser resultar empalado con esa mastodóntica osamenta.
Pese a hermoso, tras varios pases empieza a hacerse agobiante. "A este gilipollas lo van a matar", pensaba yo nervioso y preocupado, sin comprender cómo el resto de los asistentes no se daban cuenta y jaleaban al temerario inconsciente. Hace falta tener horchata por sangre para aguantar el tipo en el ruedo, sin duda. Eso sí, jamás me atrevería a llamarlo valor. Valor es otra cosa. Esto tiene más de estatus, de imprudencia y, muy probablemente, de dinero.
Y a partir de aquí todo fue a peor.
Las banderillas no se pegaban al lomo del animal con velcro precisamente. Se clavaban. Y ahí se quedaban, porque están hechas para que sea dificil que salgan pero, con los enérgicos movimientos del animal, al final alguna salía, con lo que eso conllevaba. Los costados del morlaco brillaban, y empezaban a surgir testimonios vermellones de la refriega en la arena.
Pasado un tiempo, el semblante del toro ya no daba miedo. Sus rasgos seguían siendo indiferentes e inexpresivos, pero su boca estaba abierta, su lengua se balanceaba, su respiración se entrecortaba, y sus ojos estaban cada vez más abiertos.
Sus cuartos renquearon una milésima de segundo, y la enfervorecida masa lo acusó con un murmullo. El animal ha de aguantar, dicen. Al parecer es lo que entienden por un rasgo de nobleza. De buen toro con carácter. Sinceramente, viendo a aquél animal el carácter que a mí me empezaba a asustar era el del primate embutido en mallas rosas y lentejuelas. Ya no me parecía un artista imprudente, y comenzaba a haber algo de metódico profesional en su actitud severa y determinada en la faena.
Claramente había ganado la refriega. El toro debía haber aprendido la lección, y el hombre triunfaba con gloria nuevamente sobre el medio y su entorno. Pero, aunque el resultado era claro, nadie estaba dispuesto a dejar pasar la ofensa que el toro cometió al nacer toro. Y acabó asomando el maldito acero.
Que nadie me confunda con un virtuoso amante de los animales. La vida de aquella bestia me preocupa lo mismo que la del mosquito que ayer por la noche maté de un cogotazo. Pero la diferencia es lo grotesco de su acto, la liturgia de lo infantilmente monstruoso. Una vulgar e innecesaria demostración de fuerza con la única finalidad de reunirse alrededor de un animal y celebrar, no ya su simple muerte, sino el propio umbral de su morboso y sangriento fin.
El arma se clavó y se oyó claramente cómo la propia vida del astado crujía de dentro a fuera. El toro, quieto, firme, en su sitio. Y la sangre comenzó a manar de su boca. Roja al principio, negra y espesa en pocos segundos. El olor de algo tan intrascendente como las vísceras del animal se unió al del vino, el sudor y el orín. El tabaco y las flores. Al sol y a la arena.
Salieron más a lanzar capotazos, y el toro murió tras una angustiosa eternidad que ya habría querido conseguir Mel Gibson para alguna de sus películas. Yo salí corriendo a echar hasta mi primera papilla, y aún a día de hoy sigo sin perdonarle a mi señor padre que me arrastrara a aquél rincón oscuro del alma humana.
Claro que esto se podrá tildar como mi percepción personal del arte y la fiesta. Quizá como un relato demagogo y capcioso. Pero lo que no se puede negar en un mero término de sí o no, es que la tauromaquia es un deliberado y celebrado acto de violencia sobre un ser vivo.
A partir de aquí, mi parecer sobre la prohibición de la fiesta: estoy en contra. De ambas. La prohibición específica de las corridas de toros me parece una chapuza enorme, y un movimiento muy poco inteligente y muy proclive a ser coloreado políticamente de muchas maneras, amén del estigma propio que tienen todas las prohibiciones.
En España el maltrato animal está tipificado, perseguido y criminalizado (hasta cierto punto, a mi parecer insuficiente, pero lo está). El problema radica en que existe una regla de excepción para esta ley: la fiesta. Tal cual. Si uno consigue que una cacería de gatos pase de ser clandestina a estar programada en los eventos lúdicos de cualquier ayuntamiento, pasará automaticamente a formar parte de la sacrosanta idiosincrasia cultural de la región. Esto, y no otra cosa, es lo que necesariamente hay que derogar. Y no se ha hecho. En su lugar se ha perpetrado una torpeza administrativa ideal para cebar las hogueras de lo más irreconciliable de la derecha mediática.
Por otra parte, todos los argumentos a favor de la preservación del primitivo ritual sin excepción son más que rebatibles. Desde la alusión a Goya, que también pintaba infanticidios caníbales, a la preservación del toro de lidia, que como especie ni si quiera se ha dado de forma natural, y como animal en peligro de extinción me resulta más urgente salvar al tigre asiático de Amur, que viene a pesar más o menos lo mismo, y que a buen seguro resulta infinitamente más divertido verle bregar con alguno de estos figurines de portada de revista rosa.
Misma opinión tengo de quienes matan a un toro a palos, de los que prenden teas en sus cuernos, apedrean gallinas en su cumpleaños, o lanzan cabras desde campanarios. Desde el famoso "juventudista" de los gatos al ínclito José Tomás, todos me parecen más merecedores de colaborar en cualquier sección de Javier Cárdenas antes que la mismísima Carmen de Mairena.
Maltratad a vuestra puta madre y dejad a los animales en paz, coño.
Por lo demás, como si hay quien paga por verlo...