lunes, 26 de abril de 2010

Ficción ciencia

Como hombre de ciencia que me considero (porque a duras penas lo soy) procuro comerme poco la cabeza con choripolleces. Pero últimamente lo procuro con poco -o ningún- éxito. Si a eso añadimos el hecho de que los átomos que hace seis días conformaban mi culo ahora mismo podrían estar integrando mi desproporcionada cabeza, entenderán ustedes mi profunda desazón.

Lejos de mi intención queda el cuestionarme el más que contrastado efecto placebo en según qué terapias; lo que en términos científico-deductivos podríamos identificar como un falso-positivo. Y es positivo, no porque ayude en algún término al doliente (que lo hace), sino porque el balance entre perjuicio y beneficio es en algún modo notablemente favorable (así de tonto y auto sugestionable es el ser humano).

En mis últimos años me he convertido en un escéptico galopante, y allí por donde encuentro brujos y hechiceros, veo locos peligrosos en potencia. Y por locos peligrosos en potencia no me refiero a los charlatanes y embaucadores: el 25% de la población inglesa cree en la astrología, por ejemplo. Por norma general, en todo lo concerniente a la humanidad (sobre todo cuando es humanidad en grandes grupos –o incluso grupos de humanos grandes-), me entra por una oreja y me sale por la otra. Y no es que no tenga fe en la especie en sí: precisamente es que tengo la convicción moral (¡ja!) de que algún lejano día conseguiréis ganaros mi aprobación.

Ahora bien, cuando en mi camino se me cruza uno de estos locos peligrosos en potencia, entonces es cuando mi despreocupado desprecio se convierte en risita nerviosa (no desesperéis, sabéis que los párrafos de mis textos son como pasajes sueltos en una película de Tarantino, pronto todo cobrará sentido).

Cuando en el colegio las niñas se compraban aquellos chinitos de la suerte, que dependiendo del color mejoraban algún que otro aspecto de sus vidas, y dependiendo de la cantidad con la que decorasen sus cuellos, muñecas, carpetas, mochilas o lo que fuese, obtenían más y más abundantes beneficios, uno sonreía conmovido ante tanta candidez con gesto condescendiente, y volvía a enterrar el cabezón en su montaña de perico y porno alemán. Cuando cepillándome los dientes una borracha me decía que no le gustaban los colutorios bucales porque llevan alcohol, me miraba al espejo, levantaba una ceja, sonreía con ternura y decía para mí mismo “sí, estás llenándote la boca de flúor, clorhexidina, sorbitol, hexetidina y cloruro de a saber qué, pero lo que te preocupa es que lleve un 4% de etanol después de haberte bebido una botella de vino y dos ginebrazos”. Cuando veo en la televisión un anuncio de crema antiarrugas con agentes hidratantes que protegen el ADN de las células… Bueno, no, con los anuncios de cosas es que me parto el ojete hasta vomitar por la nariz, con esto sí que no puedo.

Pero cuando uno se sienta en el potro del tormento que es la mesa de trabajo de su dentista, y comprueba que desde la recepcionista de la clínica hasta el mismísimo especialista en cirugía maxilofacial llevan todos sin excepción una puñetera pulserita “power balance”, surge la risita nerviosa. Porque no sólo hablamos de que un montón de licenciados médicos, algunos con doctorado, llevasen una puñetera pulserita “power-balance”. De ser así no me preocuparía lo más mínimo, y lo tomaría como otra prueba irrefutable de que fui dado en adopción interplanetaria. Es que se trata de que un montón de licenciados médicos, algunos con doctorado, que me van a dejar la billetera más limpia que la boca usando pequeños utensilios punzantes de acero quirúrgico, llevan una puñetera pulserita “power-balance”.

Y eso sí que no mola. Risita nerviosa. Falso negativo y encima de los caros.

Miedito.

7 comentarios:

Cattz dijo...

Ah, ¿que se suponía que los chinitos servían para algo? Yo pensaba que eran para hacer bonito.

El Hombre Malo dijo...

Tsk... enternece viendote escribir de cosas otra vez.

Los chinitos eran un adornito chorra y baratisimo para que los chavales se gastasen su escasa paga. Pero ademas eran un cruel recordatorio de la escala social. El tema era que se compraban para regalar; las tias poco mas o menos se los regalaban entre ellas y los recibian de los chicos (costaban lo que un chicle)... pero los tios no se los regalaban entre ellos (diria que "claro está" pero me acusarian de cosas), asi que o tenias alguno que te regalaba una que se apiadaba de ti (o a la que le hacias gracia a la muy idiota) o caia sobre ti la etiqueta de loser total.

Peor lo pasaban los que se los compraban para si, porque los comandos de investigacion del patio siempre averiguaban la verdad, comvirtiendote en un loser aun mayor.

Mi caso era de traca...alguno me regalaron, pero como nos los prendiamos de la correa del reloj, terminaba mordisqueandolos durante la clase dejandolos irreconocibles o directamente cargandomelos. Nunca he sabido tener las manos ni la boca quieta.

Adrian Daine dijo...

Lo cual nos lleva al típico caso de loser total que cogía el autobús para desplazarse tres barrios, comprarse una o dos pulseritas en un entorno en el que no le reconociera nadie y decir al día siguiente en clase que se las habían regalado "unas amigas".

A mí no me miren, ¿eh? Yo sé esta historia porque le pasó a un amigo.

Somófrates dijo...

Vaya.

Pues sí que era bueno mi perico...

LoKKie dijo...

Creo...creo que tengo dos chinitos por casa en madrid,que me los compró mi señora abuela pero que no me ponia ni nada,asi que los meti en una cajita...y por ahi andaran,intactos seguramente xDD pero en mi epoca ya no se llevaban tanto,dieron mas la chapa con los chupetes esos de plastico transparente de colores...tambien debo tener yo que se cuantos...y cada color valia para darte suerte en una cosa...nunca averigüe para que servia cada puto color xD

Adrian Daine dijo...

Por cierto...

http://www.publico.es/308660?ct=referrer&cf=twitter&cfid=api

yo iba para socióloga y me quedé en cotilla dijo...

Ahora empiezo a entender.....soy de otra generación, en la mia si había perico(no con doce pero sí con dieciseis), pero nunca hubo chinos.